Dios en la Tierra

Hoy es la fiesta de Santa Teresa de Jesús, la primera mujer Doctora de la Iglesia

15 de octubre. Viernes de la vigesimoctava semana del Tiempo Ordinario. El santoral recuerda a Santa Teresa de Ávila. Además compartimos el evangelio de hoy.

Carta de San Pablo a los Romanos 4,1-8.

¿Y qué diremos de Abraham, nuestro padre según la carne?
Si él hubiera sido justificado por las obras tendría de qué gloriarse, pero no delante de Dios.
Porque, ¿qué dice la Escritura?: Abraham creyó en Dios y esto le fue tenido en cuenta para su justificación.
Ahora bien, al que trabaja no se le da el salario como un regalo, sino como algo que se le debe.
Pero al que no hace nada, sino que cree en aquel que justifica al impío, se le tiene en cuenta la fe para su justificación.
Por eso David proclama la felicidad de aquel a quien Dios confiere la justicia sin las obras, diciendo:
Felices aquellos a quienes fueron perdonadas sus faltas y cuyos pecados han sido cubiertos.
Feliz el hombre a quien Dios no le tiene en cuenta su pecado.

Salmo 32(31),1-2.5.11.

¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado
y liberado de su falta!
¡Feliz el hombre a quien el Señor
no le tiene en cuenta las culpas,

y en cuyo espíritu no hay doblez!
Pero yo reconocí mi pecado,
no te escondí mi culpa,
pensando: “Confesaré mis faltas al Señor”.

¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
¡Alégrense en el Señor, regocíjense los justos!
¡Canten jubilosos los rectos de corazón!

Evangelio según San Lucas 12,1-7.

Se reunieron miles de personas, hasta el punto de atropellarse unos a otros. Jesús comenzó a decir, dirigiéndose primero a sus discípulos: “Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía.
No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido.
Por eso, todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad, será escuchado en pleno día; y lo que han hablado al oído, en las habitaciones más ocultas, será proclamado desde lo alto de las casas.
A ustedes, mis amigos, les digo: No teman a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más.
Yo les indicaré a quién deben temer: teman a aquel que, después de matar, tiene el poder de arrojar a la Gehena. Sí, les repito, teman a ese.
¿No se venden acaso cinco pájaros por dos monedas? Sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros.”

Hoy es la fiesta de Santa Teresa de Jesús, la primera mujer Doctora de la Iglesia

Hoy, 15 de octubre, la Iglesia católica celebra la Fiesta de Santa Teresa de Ávila, virgen y doctora de la Iglesia.

“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”. Estas líneas corresponden a uno de los poemas que escribió la gran Santa Teresa de Jesús (1515-1582), la primera mujer declarada Doctora de la Iglesia, y que pueden ser consideradas como una de las plegarias más hermosas que existen. Santa Teresa de Jesús -o de Ávila, en virtud del lugar donde nació- fue la reformadora del Carmelo en el siglo XVI, y fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas.

Santa Teresa nació en Ávila (España) el 28 de marzo de 1515. A los 18 años ingresó al Carmelo y a los 45 años, buscando responder a las gracias extraordinarias que recibía del Señor, emprendió una reforma de su propia Orden, con ansias de auténtica renovación y fidelidad al espíritu original del Carmelo. Apoyada por San Juan de la Cruz, dio inicio a la gran reforma carmelitana.

A pesar de las incomprensiones, el rechazo de muchos, las habladurías y las falsas acusaciones -algo que la llevaría a comparecer frente a la Inquisición-, Teresa no se detuvo en el proyecto que el Señor le había encomendado. Siempre con la orientación y guía de las autoridades eclesiales y su director espiritual, Teresa fundó nuevos conventos y reorganizó la vida de las religiosas de claustro, optando por una vida más austera, sin vanidades ni lujos.

Teresa tuvo tanto un corazón apasionado como una inteligencia vivaz. Sin embargo, eso no la libró de pasar buena parte de su vida religiosa sumida en cierta mediocridad y desasosiego, acentuados por enfermedades y dolencias físicas. Dios permitió incluso que experimente en carne propia eso que los místicos llaman “la noche oscura de la fe”.

Después de muchos años, cuando Teresa se dejó conducir por Dios a través de la oración, su interior empezó a redescubrir el primer amor a Cristo. Pasando largas horas en oración contemplativa de cara al amado Jesús, empezó a experimentar éxtasis y arrebatos místicos. Y, contra lo que el prejuicio podría sugerir, jamás perdió el sentido práctico ni la habilidad para atender situaciones cotidianas. Es cierto que, como la mayoría de mujeres de su tiempo, tuvo escasa educación, pero eso no pareció ser impedimento para mostrar su talento y sabiduría singulares. Tal era ese saber de origen divino que personajes ilustres y poderosos se rendían ante ella y le pedían consejo -empezando por algunos obispos y miembros de la nobleza-. Muchos de ellos, en gratitud, cooperaron con recursos materiales y financiamiento a su “reforma”, esa que bien describía como “el llamado dentro del llamado”. La santa carmelita sabía muy bien que toda obra de Dios es una tarea conjunta que requiere de mucha generosidad: “Teresa sin la gracia de Dios es una pobre mujer; con la gracia de Dios, una fuerza; con la gracia de Dios y mucho dinero, una potencia”.

Santa Teresa, cuyos escritos son guía segura en los caminos de la oración y de las virtudes cristianas, son fundamentalmente una invitación a la perfección de la santidad. El Papa Emérito Benedicto XVI nos lo recordaba hace una década: “Santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, Santa Teresa nos enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción” (Audiencia general, 2 de febrero de 2011).

Teresa de Jesús partió a la Casa del Padre el 15 de octubre de 1582. Fue canonizada en 1622 y reconocida Doctora de la Iglesia por San Pablo VI en 1970.

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