Su santo nombre, como nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en 2009, “está totalmente unido a su Hijo, a Cristo, y… nos da valentía para seguir adelante”, en un mundo que anda sumido “en las tinieblas y en los sufrimientos”. En ese mundo, el nombre de María nos mueve a la contemplación del “rostro de la Madre”.
“El nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 27)
Contra lo que alguno podría pensar, no se trata de un asunto trivial, en lo absoluto. Es cierto que el nombre de María, por sus raíces etimológicas y sentido bíblico, recuerda al de Eva, la primera ‘mujer’; sin embargo, lo hace por radical contraste. A diferencia de Eva, quien pecó apartándose de Dios y condenando a sus hijos, María fue hecha ‘Puerta del Cielo’ y mediadora de todas las gracias concedidas a la humanidad.
“María”, en consecuencia, es el nombre que evoca la obra salvadora de Dios. Por eso, quien pronuncia con amor esa sencilla palabra, “María”, sabe que en ella está referido el gran misterio del amor de Dios para con sus creaturas, los hombres.
“¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc 1, 42)
El nombre de María, asociado al de Jesús, aglutina todo bien y de solo pronunciarse los temores se dispersan. Por María entró la salvación al mundo y por ella la mujer es devuelta con creces al sitial que le corresponde: el lugar más alto sobre el cielo y la tierra.
Con prodigiosa sencillez, el Espíritu Santo, a través de San Lucas, proclama tamaña verdad para gozo y veneración de todo cristiano: “El nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 27).
“Ave, María…”
En el libro El secreto admirable del Santísimo Rosario, San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) relata cómo la Virgen se le apareció a Santa Matilde (896-968), llevando sobre el pecho la salutación angélica escrita en letras de oro. Luego le dijo a la santa: “El nombre de María, que significa Señora de la luz, indica que Dios me colmó de sabiduría y luz, como astros brillantes, para iluminar los cielos y la tierra”.
Desde antiguo, y a lo largo de la historia de la salvación, siempre hubo un respeto especial por la manera como una persona es “nombrada”. El nombre que identifica a una persona es considerado como algo lleno de significado, tal y como la Madre de Dios dejó en claro a Santa Matilde.
El nombre, imagen de la persona
El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 2158-2159) señala lo siguiente: “El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva… El nombre recibido es un nombre de eternidad. En el reino de Dios, el carácter misterioso y único de cada persona marcada con el nombre de Dios brillará a plena luz”.
En consecuencia, si el nombre de todo hombre o mujer merece respeto, con mayor razón los cristianos estamos llamados a honrar los santos nombres de Jesús y de María.
Así lo ratificaba el Papa Emérito Benedicto XVI:
«En el calendario de la Iglesia se recuerda hoy el Nombre de María. En ella, que estaba y está totalmente unida al Hijo, a Cristo, los hombres han encontrado en las tinieblas y en los sufrimientos de este mundo el rostro de la Madre, que nos da valentía para seguir adelante…
… A menudo entrevemos sólo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: “He aquí la sierva del Señor”. Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella. En la bondad con la que ella acogió y siempre sale de nuevo al encuentro de las grandes y pequeñas aspiraciones de muchos hombres, reconocemos de manera muy humana la bondad de Dios mismo. Con su bondad trae siempre de nuevo a Jesucristo, y así la gran Luz de Dios, al mundo. Él nos dio a su Madre como Madre nuestra, para que aprendamos de ella a pronunciar el “sí” que nos hace ser buenos» (Homilía del Santo Padre Benedicto XVI, Fiesta litúrgica del Dulce Nombre de María, sábado 12 de septiembre de 2009).
¡Que el nombre de María no se aparte jamás de nuestros labios, de nuestra mente y corazón!
Fuente: ACI Prensa
Comentar